¿Qué nos dirías de tu perfil más personal?
Nací en Barcelona el año 1943. Era la mayor de 3 hermanos. Siempre me ha gustado la montaña, hacer excursiones, ir de camping y también viajar, conocer otros lugares y países. Disfruto mucho leyendo. He tenido la suerte de tener una familia con la que todos hemos disfrutado, y donde han crecido los tres hijos -dos chicos y una chica-. Ahora tengo 10 nietos, 5 chicos y 5 chicas, muy distintos todos ellos y que me aportan un contacto con los jóvenes de hoy muy vivencial.
¿Cómo decidiste dedicarte a la enseñanza y aprendizaje de las ciencias?
Siempre me han gustado las ciencias y las matemáticas. Seguramente un profesor de química que tuve me animó a profundizar en esta rama de la ciencia. Y mi padre, que fabricaba cajas de cartón, me animó a seguir esta carrera porque ya intuía que los envases del futuro necesitarían aportaciones de la química. Pero ya cuando estudiaba la carrera me imaginaba siendo maestra en una escuela unitaria de un pueblo de alta montaña. Aun así no me veía haciendo de química en un laboratorio y sí en la escuela, ayudando a descubrir a los chicos y chicas este mundo fascinante de la ciencia.
¿Cómo fueron tus inicios como maestra?
Dice la investigación que el primer año de ejercicio de la profesión marca el futuro de los docentes, y no tengo ninguna duda que mi caso (y el de mis compañeras jóvenes de aquellos años) lo confirma. A pesar de que no teníamos ninguna formación en didáctica, no dejamos de leer, de compartir puntos de vista, de buscar salidas a los problemas y dificultades que iban surgiendo, de innovar… Y así hemos continuado.
Pero después fuiste profesora en la universidad. ¿Cómo llegaste a ella?
En los años sesenta nació la UAB y los estudios de magisterio se configuraron a partir de un núcleo de personas que apostaban por un cambio en la escuela. Buena parte de los nuevos docentes procedíamos de los grupos de trabajo vinculados a Rosa Sensat y fue por eso que me propusieron formar parte del nuevo proyecto en 1965.
Cuando las escuelas de magisterio empezaron a tener un estatus más universitario (1985), al profesorado se nos exigió un doctorado y me comportó hacer la tesis en el marco del King’s College de Londres. Y desde entonces, no he dejado de combinar la investigación, la docencia en la universidad y el contacto con la escuela real a partir de la formación permanente y de asesoramientos.
¿Cómo es que te interesaste por profundizar en cómo transformar las prácticas de evaluación?
Fue en 1988 cuando, con el profesorado de ciencias y matemáticas de dos institutos municipales de Barcelona, estábamos empezando a poner en marcha la LOGSE y surgió la pregunta: ¿No tendríamos que revisar también la evaluación? Tanto Jaume Jorba, desde las matemáticas como yo desde las ciencias, nunca nos habíamos interesado por el tema y nuestro conocimiento sobre otras posibles maneras de plantearla era nulo. Pero nos pareció un buen reto y buscamos artículos y posibles referentes.
En aquellos momentos acababa de salir una revista francesa que hablaba de una evaluación formadora y aportaba resultados de investigaciones en las cuales se había evidenciado que los alumnos de liceos que aplicaban esta evaluación obtenían mejores resultados en los exámenes de reválida externos que los otros liceos de las mismas características. Nos interesó mucho el planteamiento porque estaba muy fundamentado teóricamente y aportaba evidencias. Así empezó todo un trabajo que se prolongó durante ocho años y posibilitó ir encontrando respuestas a las dificultades que iban surgiendo y comprobar los resultados.
¿Cuáles fueron estas dificultades?
En primer lugar, la de conseguir que realmente los alumnos se ayudaran entre ellos de forma eficaz y eficiente, porque una evaluación formadora pasa porque sepan cooperar mientras se coevalúan. Un segundo reto fue el de mejorar cómo se expresaban cuando hablaban de matemáticas y de ciencias.
Después también nos planteamos como seleccionar los conocimientos que promover, para que fueran muy básicos y significativos, como secuenciar las actividades a lo largo de un proceso de aprendizaje diseñado para lograrlos, etc.
Algunas de sus ideas clave para entender este cambio de modelo evaluativo se encuentran en su último libro Evaluar y aprender, un único proceso.
¿Hay que replantear la evaluación?
El reto es discutir a fondo sobre el concepto, sabiendo que lo que se entiende por evaluación puede variar a lo largo del tiempo. Cambiar la evaluación implica un cambio profundo en cuanto a ideas, prácticas y emociones muy arraigadas. Cuatro de estos grandes cambios son:
- La evaluación que sirve para aprender tiene que ser gratificante.
- Aprender requiere evaluarse.
- El aprendiz tiene que ser el protagonista de la evaluación.
- La evaluación de los resultados tiene sentido si se ha aprendido.
¿Por qué cuesta tanto cambiar la evaluación?
Uno de los motivos es que hace falta un debate ideológico sobre la finalidad de la educación. ¿Evaluamos en términos de competitividad para clasificar a los alumnos o en términos de equidad para promover que todos aprendan, sin renunciar a nada?
Hace falta que los equipos docentes lo debatan y, después de llegar a acuerdos, hace falta tiempo y paciencia, el éxito no se produce de la noche a la mañana. Que se consiga o no el cambio depende en gran medida del arte del docente, su ciencia, la tecnología (instrumentos, técnicas y estrategias) que utiliza y también, su ideología y sus valores.
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