La realidad educativa se encuentra ante el mismo peligro simplificador que otros muchos ámbitos de nuestra sociedad debido a la falta de espacios para una reflexión tranquila y de admitir que la complejidad no admite respuestas simples. Nos adentraremos en algunas de las aportaciones del autor de este libro siguiendo la estructura de su índice.
En el capítulo 1, “Elogio de la complejidad”, se parte del hecho de que tenemos tendencia a categorizar o clasificar para simplificar el alud de información a que debemos hacer frente y a dar cobertura a las modas, que también existen en el ámbito de la educación, sin contrastar suficientemente su contenido ni su utilidad. Sin embargo, Juan Fernández opina que “en un momento en el que existen pocos consensos, “la necesidad de desarrollar el pensamiento crítico es quizás una de las ideas con las que estamos básicamente todos de acuerdo”. Esta opción nos facilitará desmontar los sesgos cognitivos como son el efecto de la verdad ilusoria y el sesgo de confirmación, sobre todo porque “hay que conocer bien el fundamento teórico de las prácticas educativas para aplicarlas con sentido”.
El capítulo 2, “Una noción compleja de la verdad”, nos recuerda que la verdad, aunque puede llegar a ser compleja, debe buscarse y debe hacerse con la ayuda de los datos (cuantitativos) y de las pruebas (cualitativas). El autor afirma que, para adquirir conocimiento, necesitamos la argumentación y el debate, lo que, como muestra la investigación, es la mejor manera de superar los sesgos cognitivos y las falacias. Encontrar fuentes fiables o expertas en un tema es un punto fundamental para la educación del pensamiento crítico. Este planteamiento que nos hace Juan Fernández es muy interesante porque nos invita a concretar, pero sin dejarnos llevar por los postulados simplificadores del marketing y también porque la escuela no tiene por qué adaptarse continua y acríticamente a las necesidades percibidas por una sociedad que recibe un bombardeo continuo de mensajes simplistas sobre educación.
Encontrar fuentes fiables o expertas en un tema es un punto fundamental para la educación del pensamiento crítico
El capítulo 3 se centra en la pregunta que le da título: “Sin motivación no se puede trabajar… o sí?” Sea cual sea nuestro enfoque de la educación, el autor es categórico cuando afirma que “a largo plazo, es mejor apostar por la motivación intrínseca” porque “cuando estamos motivados, prestamos más atención, persistimos durante más tiempo y somos capaces de trabajar de forma más independiente”. Por este motivo, la variable que más debería interesar a los docentes y a las familias es la del “valor”, el cual debería estar centrado en el proceso de aprendizaje y no tanto en el resultado. El valor es equivalente a tener “metas”, que son las que “generan motivación intrínseca”.
Este tipo de motivación apunta, pues, a la necesidad de crear las condiciones para el éxito académico enseñando a los alumnos a trabajar de modo que “aprendan un poco más” y mejor. O sea, que el aprendizaje es anterior a la auténtica motivación y la motivación sin aprendizaje no nos sirve. Este planteamiento encaja claramente con la finalidad formativa de la evaluación, que promueve un sentido de competencia y autoconfianza en el alumnado.
Fernández, en el capítulo 4, “El poder de las emociones desagradables”, nos recuerda lo importante que es el papel de las emociones en el aprendizaje, pero afirma que se ha popularizado una visión simplista, porque parece que lo importante es “estar emocionado”. En cambio, el factor determinante es la implicación, porque “el aprendizaje que ocurre en un aula donde existe implicación ya genera emociones y motivación por sí solo”. No hace falta, pues, buscar fuera lo que ya tenemos dentro. Este capítulo acaba con una aportación que, para muchos, es controvertida: ¿hay que aceptar sin más que el niño sea el centro de todo? El autor afirma que “educar en la complejidad implica también educar en la renuncia”. Por eso, dice Fernández, “una educación emocional sensata se mueve siempre en el equilibrio entre reconocer lo que uno siente y lo que sienten los que tiene cerca”.
Una educación emocional sensata se mueve en el equilibrio entre reconocer lo que uno siente y lo que sienten los que tiene cerca
En el capítulo 5, “El lenguaje de las expectativas”, Juan Fernández nos ofrece una nueva controversia: si damos por supuesta la escuela y sus fines, tenemos el peligro de convertirla en un establecimiento de consumo como cualquier otro. Es, pues, una cuestión de expectativas de lo que la sociedad espera de la educación. Para que no quedemos enfocados en una cuestión abstracta, el autor afirma que las mejores expectativas para el alumnado son los hábitos y los límites. Los hábitos, porque aportan concreciones que se van repitiendo, y los límites para que aseguren la convivencia, el autocontrol y el bien de la comunidad, siempre teniendo en cuenta el contexto en el que se mueve cada persona.
Nos hemos ido creyendo que “el método puede resolver los problemas” y hemos acabado actuando de acuerdo con este planteamiento. Esta es la idea inicial del capítulo 6: “Más complejidad no es igual a más métodos”. Dicho de otro modo, el autor nos está diciendo que hemos convertido el medio en un fin porque no hemos tenido suficientemente en cuenta que la acción pedagógica de un centro educativo debe centrarse en lo que se aprende, en los aprendices y en cómo se comprueba este aprendizaje. Entonces es cuando se puede valorar cuál es la mejor forma de hacerlo y no a la inversa. La metodología mal entendida no deja de ser un juego terminológico que va cambiando con el tiempo, pero que no suele ir acompañado de una profunda reflexión sobre sus fundamentos teóricos ni de una evaluación objetiva de sus resultados.
La acción pedagógica de un centro debe centrarse en lo que se aprende, en los aprendices y en cómo comprobar este aprendizaje
Hay todavía otro factor que se pone a nuestra consideración, el currículum, lo que se enseña. Juan Fernández considera que la comprensión lectora y la expresión escrita son su base, por delante del énfasis actual en la adquisición de habilidades.
Por último, el capítulo 7 aporta lo que apunta su título: “Algunas propuestas para educar la complejidad”. Fernández propone, en primer lugar, dos vías clave para atender a la complejidad de la educación: la comprobación científica y el pensamiento crítico. Y, en segundo lugar, plantea tres rasgos característicos de lo que podríamos llamar “experto educativo” o “modelo de docente”:
- Que sea un profesional reflexivo.
- Un educador que cultive su mente, “no únicamente con cursos y talleres, sino con libros y artículos”.
- Que comprenda que “su labor se mueve desde el vínculo personal con cada alumno hasta la construcción de un mundo más equitativo y justo”.
Fuente: Impuls Educació
Educar en la complejidad, por tanto, supone educarnos en las bases científicas del aprendizaje, porque son necesarios fundamentos sólidos que garanticen “pasos sostenibles en la mejora de la educación” y mantener un cierto escepticismo sano ante la multitud de opiniones y “soluciones mágicas” con las que nos iremos encontrando en el futuro.
Leave A Comment